La infusión
Hace cosa de un año, en la peor revista sobre literatura de este país (no exagero, estoy hablando de Qué leer, que es como la versión para escritores de la Pronto), se convocó un concurso de microrrelatos con la única condición de que tuvieran relación con el té. No quedé ni finalista, por supuesto (algún día hablaré rencorosamente sobre las claves para ganar, y para no hacerlo nunca, en un certamen literario), pero esta fue mi aportación:
Don Gracián agitaba su pardusca barba al vertiginoso ritmo impuesto por el discurso en que se hallaba inmerso.
- ¡La globalización tiene la culpa! ¡Estamos acabando con los valores ancestrales de nuestro pueblo! ¡Es el fin!
- No sea mala sombra, señor Gracián, seguro que aún encuentra alguna cosa buena en el mundo.
- No, Bernardo, nada puede consolarme ya...
- ¿Nada? ¿Ni siquiera ese delicioso té que me he esmerado en servirle?
Una perversa sonrisa franqueó el rostro del camarero. Don Gracián, por su parte, posó la mirada en la taza durante unos segundos.
- ¿Este té? ¡Este té está frío, coño!
Don Gracián agitaba su pardusca barba al vertiginoso ritmo impuesto por el discurso en que se hallaba inmerso.
- ¡La globalización tiene la culpa! ¡Estamos acabando con los valores ancestrales de nuestro pueblo! ¡Es el fin!
- No sea mala sombra, señor Gracián, seguro que aún encuentra alguna cosa buena en el mundo.
- No, Bernardo, nada puede consolarme ya...
- ¿Nada? ¿Ni siquiera ese delicioso té que me he esmerado en servirle?
Una perversa sonrisa franqueó el rostro del camarero. Don Gracián, por su parte, posó la mirada en la taza durante unos segundos.
- ¿Este té? ¡Este té está frío, coño!
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